El nubio echaba de menos su manta y empezaba a notar esa conocida tirantez la espalda, allá dónde cruzaba una larga cicatriz. Habían sido muchos días seguidos atravesando las ásperas tierras de la Cisjordania, dando rodeos a pesar de que la luz del cielo marcaba la ruta apenas empezaba anochecer. Días de caminar por la noche y maldormir con la luz en los ojos. El gran hombre negro tenía además los pies helados y el frío le iba subiendo por las pantorrillas hacia la espalda. Para entrar en calor comenzó a bascular el cuerpo de un pie al otro, pateando con fuerza la arena. El camello miró de reojo, soltó un resoplido y se movió cansinamente buscando otro matojo que masticar. Uno de los jóvenes se movió entre las sombras de la noche y le tendió algo, tan invisible en su mano oscura como brillantes lucían los dientes de la sonrisa en su cara. Un poco de cecina para masticar y engañar al frío. El enorme nubio se lo agradeció con otra media sonrisa.
Aunque todos estaban cansados, a medida que los amos presentían que su destino estaba cerca, un ambiente extraño mezcla de euforia, alivio e intriga se había ido extendiendo entre la pequeña expedición. La componían los tres amos; tres jóvenes palafreneros; tres persas, mitad guerreros, mitad mayordomos y el enorme nubio, armado como un feroz guerrero cuya presencia imponía temor por dónde pasaban, asustaba y fascinaba por igual a niños y mujeres y amedrentaba a los hombres que bajaban la vista y desaparecían en cuanto podían.
A pesar de su imponente aspecto, y de ser el responsable de protegerla, el nubio se sentía solo y fuera de lugar en esa extraña comitiva. En las largas jornadas había cavilado mucho sobre los motivos que habían llevado a tan altas personas a realizar un viaje peligroso, con tanto sigilo y tan escasa protección. Sin lugar a dudas en caso de peligro poca ayuda podía esperar de los inexpertos persas y su ojo de soldado curtido no hacía más que confirmar su aprensión a pesar de que el viaje se había caracterizado por la ausencia de incidentes, algo tan deseable como extraño.
¿Que hacían los amos en aquél sitio tan pobre?. ¿Qué extraña alianza se traían entre manos?. ¿A quién habían ido a ver?. Desde luego no sería a aquellos pobres refugiados. Había insistido tozudamente en que se tomasen precauciones y él personalmente había entrado en el establo y revisado los pesebres uno por uno. La joven mujer le miró a los ojos, y el hombre se puso en pie, pero, extrañamente, no mostraba el miedo o el asombro que su presencia siempre provocaba. Abrió la boca para preguntar qué hacían allí, pero en ese momento un gemido salió del manto de la mujer, que acunó al niño con suavidad, envuelto en un gastado jubón. El nubio la miró a su vez y de pronto se giró, terminó su inspección y salió a la noche. Al rato volvió con bulto bajo el brazo, extendió su brazo musculoso hacia el sorprendido hombre con una manta de viaje pulcramente doblada y apenas éste la tomó, salió de nuevo sin apenas hacer ruido, ni darle tiempo siquiera a una palabra de agradecimiento.
Había informado a los amos y sus preguntas le habían desconcertado. Como buen soldado y explorador, el nubio era capaz de advertir numerosos detalles que para otro hubieran pasado desapercibidos. No entendía el interés por aquellos refugiados. ¿Qué importaba si el pequeño era niño o niña?. Al final, a pesar de su insistencia, los amos habían dado órdenes estrictas. Sólo ellos entrarían en el lugar y nadie debía molestarles. Partieron llevando bajo el brazo los bultos que tan cuidadosamente protegidos llevaban desde el inicio del viaje y se perdieron en la noche.
La luna había subido ya dos cuartas partes en la noche cuando el nubio empezó a inquietarse tanto por la tardanza como por el frío. Se enderezó, tomó la larga lanza y se perdió en silencio por la noche en dirección al establo notando que los músculos de sus piernas recobraban el calor. Faltaban unos metros cuando la puerta se abrió de pronto y apenas si tuvo tiempo para saltar a un lado y ocultarse tras una roca. Andando sin prisa, los tres amos pasaron junto a él sin verle. No llevaban los bultos, observó, mientras los veía alejarse.
Volvió sobre sus pasos, siguiéndoles, pero de pronto se detuvo. Se volvió, observó el establo y, sin pensarlo, se dirigió hacia la puerta entreabierta. Sin hacer ruido deslizó su enorme cuerpo por el vano y recorrió de nuevo los pesebres. Como antes, sólo los refugiados estaban allí. Un impulso extraño le hizo dirigirse a la mujer. El hombre se sorprendió de nuevo al verle aparecer como una sombra e hizo un ademán para proteger a la mujer y al pequeño. ¿Volvía a por la manta?. El nubio negó con un gesto seco y se acercó al pequeño que dormía tapado con su abrigada manta de viaje. Lo destapó con cuidado y miró a la mujer que le observaba con ojos tranquilos. “Es un niño”, dijo con suavidad. El enorme nubio volvió a colocar la manta, envolviendo al niño y sin más, salió tan sigiloso como había entrado.
Dando un pequeño rodeo llegó al pequeño campamento justo antes que los amos. El alba empezaba a despuntar y aclaraba el cielo. Los amos ordenaron un desayuno rápido y que se levantara el campamento lo antes posible, retornamos a casa. La carrera le había hecho entrar en calor el cuerpo, y mientras recogía su impedimenta supo que las noches de vuelta no iban a ser precisamente calurosas sin su manta. Su bella esposa tendría que tejerle una nueva y ese pensamiento hizo que su corazón también entrara en calor.
Que siempre tengamos un sueño por el que luchar, un proyecto que realizar, algo que aprender, un lugar dónde ir y alguien a quien querer.
Con mis mejores deseos, Feliz Navidad y Próspero Año 2011.
Placer y felicidad son incompatibles
Hace 4 años
Luismi, precioso cuento.
ResponderEliminarQue disfrutes con tu familia estos días.
Un abrazo.
Pito.